Cuba: cola en el capitalino bulevar de Obispo para comprar galletas (foto: Jarocha Reyes Vega).-
Tenemos la culpa porque el socialismo ha convertido el desorden y la “lucha” en partes esenciales de nuestra idiosincrasia.
LA HABANA, Cuba. – Ayer fueron publicadas en Facebook varias fotos en las que puede apreciarse la aglomeración de personas que tuvo lugar en el Ten Cents del habanero bulevar de Obispo para comprar galletas de sal. De las imágenes emergió un debate que puso en evidencia uno de los rasgos menos atractivos de los cubanos: el hábito de culpar a sus coterráneos con tal de no señalar al verdadero responsable por haber colocado al pueblo en la disyuntiva de sufrir hambre o contraer un virus letal.
Un segmento de cibernautas ha decidido que todo el que viola el aislamiento social es imbécil y merece ser multado por andar de molote en molote, exponiéndose a sí mismo y a su familia al contagio con la COVID-19. La combatividad revolucionaria pretende obligar a los cubanos a aceptar el sacrificio extremo que supone no salir a hacer colas. No faltan, incluso, quienes afirman que la cuarentena se pasa a base de pan y agua con azúcar, sin importar cuánto dure.
Una usuaria aseguró que el hambre y la miseria solo están en la mente de los que hacen colas, puntualizando que la mayoría son revendedores. Es cierto que los tumultos para conseguir cualquier alimento, en el Ten Cents y dondequiera, están llenos de acaparadores que la policía no logra identificar porque se cambian blusas y camisetas en cualquier escalera, o detrás de un árbol, para comprar varias veces. Sin embargo, también hay muchas madres de familia que invierten horas en las colas del populoso establecimiento para comprar de una sola vez galletas, yogurt y queso fundido para tener con qué calmar el hambre de sus hijos, una urgencia que se multiplica debido a la ansiedad causada por el encierro.
A pesar de las medidas de aislamiento social, el racionamiento de todos los productos obliga a quebrantar las normas con regularidad. Una botella de aceite, una cajita de puré de tomate, una bolsa de pollo, dos paquetes de papel sanitario, ¿cuánto pueden durar esos bienes en una familia de cuatro que necesitan comer al menos dos veces por día? Si ambos padres quisieran ir juntos a hacer colas para alcanzar los productos por partida doble, ¿quién se queda con los niños? Los que juzgan con premura no consideran, al parecer, estos detalles; pero tal es la rutina de muchas madres cubanas que prefieren no pensar en el riesgo y salen a comprar lo que aparezca para que sus hijos puedan comer. Eso también es proteger a los seres queridos.
Hay que ser insensible para dar por sentado que una mujer disfruta haciendo ocho horas de colas, en tres o cuatro mercados distintos. Es muy sencillo exigirle al paisano y no ver que la pésima infraestructura unida a la mala organización son los primeros obstáculos que impiden repartir equitativamente lo poco que hay. El sitio web TuEnvío.cu, habilitado por CIMEX para las compras online, está colapsado; pero incluso si funcionara de maravillas, la alternativa seguiría estando por encima del poder adquisitivo de una población que ahora mismo ve sus ingresos más reducidos que nunca. ¿Cuántos de los cubanos que están cobrando el 60% de su salario, o devengan magras pensiones, pueden usar su tarjeta magnética para comprar a través de la aplicación Transfermóvil?
Ninguno de los que con tanta saña critican al que sale a la calle a buscar comida, ha dicho una palabra sobre la incapacidad del régimen de establecer un sistema de trabajo dinámico entre almacenes, transportistas y tiendas para que a diario se venda un poco de lo que hay en cada mercado. A estas alturas, cuando se registran casi mil infectados y 27 muertes por COVID-19, los camiones con mercancía llegan a las tiendas en pleno horario de atención al público, causando que se detenga la venta, crezca la cola y la gente se ponga todavía más incómoda.
Pero la culpa es nuestra, ni más ni menos, porque no nos alcanzan los huevos de la canasta básica; por querer tomarnos un batido para burlar el calor, en vez de ahorrar ese único kilogramo de leche en polvo que logramos comprar después de tres horas de cola; o porque decidimos darle la mitad del pollo conseguido a algún familiar amado que no vive con nosotros y está pasando idéntica necesidad. Es nuestra la culpa porque en lugar de pan a veces preferimos galletas; o somos intolerantes a la lactosa y nos cae mejor el yogurt que la leche; o porque vemos una lata de leche condensada y aunque no es algo imprescindible, se nos hace agua la boca pensando en meterla en la olla de presión y hacerla fanguito, para comer con esas galletas que tanto tiempo y esfuerzo nos costaron.
Tenemos la culpa, en fin, porque el socialismo ha convertido el desorden y la “lucha” en partes esenciales de nuestra idiosincrasia. El miedo al hambre nos ha vuelto inconscientes, rebeldes y manipulables. Nos hace presa fácil de la gula y los antojos; pero también de quienes no tienen el valor de criticar a esos que, no conformes con la atrofia económica y el caos social provocados, tardaron en cerrar fronteras mientras invitaban a los turistas a combatir el coronavirus con playa, sol y mojito.