En sus 16 minutos de trayectoria por la capital, el tornado arrasó a su paso. (Foto: Jose M. Correa / Granma Archivo).
¿Hay oro para un edificio del gobierno pero no hay ni siquiera pencas de guano para el techo de una pobre mujer?
Pero los festejos por el aniversario 500 de La Habana, con visita de los reyes españoles incluida, jamás serán suspendidos para destinar esos fondos de juerga a quienes aún esperan por tejas, arena y cemento para proveer de un techo a la familia.
Es posible aprobar un presupuesto millonario para pagarles a orquestas y despilfarrar en fuegos de artificio, pancartas y matracas (¿pagados con los dólares actualmente retenidos en los bancos?) pero nada se puede hacer por la madre que, desesperada por la miseria en que vive, decide plantarse con sus hijos a la entrada de la residencia de Díaz-Canel.
Pudiera parecer una loca pero no lo es. Ilusa, tal vez, pero su actitud está muy alejada de la demencia. Ella solo reclama lo que le han prometido a ella y a sus padres y abuelos durante más de medio siglo. Ingenua por haber creído lo que no debió creer jamás, incluso por pensar que, en el vocabulario del Partido Comunista “nuevo” significa “diferente”, incluso “compasivo”, pero igualmente harta de que le tomen el pelo. Su indignación tiene lógica. ¿Hay oro para un edificio del gobierno pero no hay ni siquiera pencas de guano para el techo de una pobre mujer?
“Real y maravillosa”, como dice uno de los lemas que identifican los festejos, La Habana hoy exhibe un Capitolio restaurado, con techumbre y estatuas fastuosas (“Por La Habana lo más grande”, ironiza una y otra vez el gobierno) pero a la par, en los propios alrededores de la “ilustrísima” Asamblea Nacional, los damnificados deben tragar ese discursillo más que aburrido sobre el bloqueo, la escasez de combustible y la falta de materiales para reparar las viviendas.
Imaginemos por un momento que a cualquiera de los “dirigentes” cubanos se los obligue a vivir en una de esas casas o cuarterías en peligro de derrumbe en La Habana. Que el propio Partido Comunista, en un inusual rapto de humildad, obligara a sus “cuadros” más encumbrados a abandonar sus mansiones al oeste de la capital y les impusiera una estadía de uno o dos años en un cuartucho de la Güinera, o de Los Sitios, en el barrio de El Canal, en El Cerro, en Jesús María o en cualquiera de las edificaciones aledañas al esplendoroso mercado de Cuatro Caminos.
Sin medicamentos en la farmacia de la esquina. Sin especialistas en los hospitales (el Hospital Nacional, por ejemplo, no está realizando operaciones quirúrgicas debido a la ausencia de anestesistas. No es rumor ni chisme. Lo sé por experiencia propia).
Sin agua, con apagones, impotentes frente al derrumbe que se aviene, perdiéndolo todo y pensando no en otra cosa que no sea la bazofia que colocarán como alimento en la mesa o en el milagro de tumbarse a dormir y que, cuando amanezca, todo haya sido no más que una pesadilla de medio siglo.
Alguien, quizás hasta como prueba de sus lealtades a la revolución y el socialismo, debería condenarlos a depender de una “libreta de abastecimiento” que de nada nos abastece, y hasta de un salario estatal, sin posibilidad de viajar al exterior o de recibir esas “remesas” demasiado “imperialistas” y “enemigas” para un socialismo que se pretende “próspero y sostenible” pero que no sabe cómo generar riqueza más allá de la que proporciona esa emigración, y hasta ese exilio, que fomenta disimuladamente.
Obligarlos, además, a adoptar una ideología que no comparten y a defenderla bajo amenaza de prisión u otro castigo físico o psicológico. Impedirles pensar, actuar, vivir y educar a los suyos en total libertad e inclusividad, y en el respeto a estas. Amenazarlos con la muerte en vida, con la anulación como ciudadanos, con el arrebato de sus derechos como seres humanos si tan solo cayeran bajo sospecha de no ser como alguien pretende que sean.
¿Cómo se puede festejar aniversarios y agasajar monarcas mientras no se resuelven asuntos mucho más urgentes y que tienen que ver con las verdaderas necesidades de los ciudadanos?
¿Cómo alguien puede salir a bailar, beber y comer en eso que llaman “fiestas populares”, proyectar y aparentar alegría, cuando entiende que el dinero de los festejos pudo emplearse en ampliar la acometida que lleva el agua a la vivienda del más humilde y no al hotel de lujo, o en producir más huevos y carne de aves no para el turista sino para el cubano hambriento?
En cierta medida ha sucedido como con aquellos Juegos Panamericanos de 1991. Lo poco que había se gastó en un antojo egoísta y después de la risa vinieron los llantos del Período Especial, es decir, de la hambruna más terrible sufrida por el pueblo cubano (no así por sus “dirigentes”).
Estamos como esos que celebran el banquete de bodas aunque el noviazgo se transforme en un fiasco. ¡Los cuatro millones de turistas americanos jamás llegaron pero ahí están los hoteles de lujo esperando por ellos! Y “vamos por más”.
Hay que tirar la casa por la ventana solo para que el vecino piense que todo ha sido un éxito, que incluso las cosas irán mejor cuando en realidad la novia empapa su vestido blanco con lágrimas de sangre y del novio nadie sabe el rumbo que tomó en la escapada. La cruda realidad es que caminamos hacia el desastre y los signos nefastos van más allá del ídolo roto en el mercado de Cuatro Caminos.