Portan armas blancas, no trabajan, roban, venden drogas, pero pocas veces los escucharás pronunciar una queja que aluda directamente al gobierno.
Una semana antes, en una unidad cercana a la prisión de Valle Grande, un recluta asesina a otro disparándole con un AKM mientras la víctima dormía. Igual hay fuga, persecución, búsqueda del arma perdida pero sobre todo violencia extrema protagonizada por jóvenes que como promedio no llegan a los 25 años de edad.
Ambos son episodios que hablan de la posible escalada de un fenómeno nada casual pero, además, dos casos en que los protagonistas son muchachos con un largo y pesado historial de violencia, sin embargo, los dos andaban libres como si lo que exhibieran como antecedentes policiales fuesen “majaderías”, “muchachadas”.
No hace mucho tiempo en el barrio en que vivo supe de una historia parecida a las anteriores. Un joven acuchilló a otro causándole la muerte, sin embargo, por el crimen apenas pagó con menos de cinco años en prisión. Unos dicen que salió “por buena conducta” pero otros aseguran que la madre y el hermano, ambos militares, “movieron influencias”.
De ejemplos similares pudiéramos llenar la página, y posiblemente el lector tendrá sus propias anécdotas por decenas porque sobrados vamos de ese tipo de experiencias.
Al parecer, la policía en Cuba anda tan distraída con otras cuestiones de, digamos, “seguridad nacional” que la violencia en los barrios no les importa demasiado, al punto que esta se ha vuelto común en las zonas marginales y en aquellos sitios donde confluyen pobreza, exclusiones y frustraciones, ingredientes de un verdadero cóctel Molotov.
No por gusto entre la gente en la calle aumenta y se fortalece con testimonios reales la convicción de que cumplirá más tiempo de encierro y sufrirá peores castigos quien se oponga de manera frontal al régimen que quienes cometan delitos incluso graves.
De algún bandido callejero escuché alguna vez un consejo sobre lo mejor que me iría en la vida si, en vez de hacer periodismo, me dedicara a cosas “menos problemáticas” como —puso como ejemplo— “recoger dinero” de apuestas ilegales o llevar clandestinamente mercancías “de un lugar a otro”, dos de las ocupaciones que esta persona realizaba incluso a la vista de la policía.

Así, la experiencia cotidiana y no las leyes establecen una especie de tolerancia al delito al mismo tiempo que intransigencia exagerada con la desobediencia política, lo que se vuelve un mensaje subliminal captado por todos como las verdaderas reglas del juego. Una invitación al crimen aunque no a la disidencia.
No importa lo que hagas ni cuán ilegal o delincuencial pueda ser, lo importante es no cruzar los límites “entre pandillas” y “pandilleros”, teniendo en cuenta el modo arbitrario en que la ley es aplicada, lo cual convierte en “mafiosas” las relaciones que se establecen entre las personas y los factores del orden dentro del sistema.
Tal dinámica social lo está corrompiendo absolutamente todo, comenzando por la manera en que percibimos el contexto que nos rodea, donde un joven, es decir, un “hombre nuevo”, puede llegar a creer que cortarle el cuello a un policía no tiene gran importancia aunque sí lo pensará mil veces antes de salir a la calle a reclamar un cambio político a viva voz.
A fin de cuentas su mente ha sido sistemáticamente distorsionada y percibe la realidad como le han enseñado a hacerlo durante años y desde el propio poder político, que demanda de los “fieles” una actitud de pandilleros y los manipula como tales.
Las llamadas Brigadas de Respuesta Rápida que propinaban palizas a opositores en los años 80 y 90 del siglo pasado, los escuadrones de constructores y policías vestidos de civiles que eran llevados en camiones a reprimir manifestaciones populares, las golpizas a las Damas de Blanco y las amenazas que han ido subiendo de tono en internet son parte de ese proceso.
No de otro modo uno se explica la peculiaridad de lo que está ocurriendo con las expresiones de violencia entre los jóvenes cubanos, verificables incluso en las redes sociales, en el lenguaje amenazador de las llamadas “ciberclarias”, por ejemplo, en las respuestas y actitudes groseras que a veces emplea la “diplomacia” oficialista pero sobre todo en el modo curioso con que casi todos —no importa la tribu, el juego, el plante o la cofradía— evaden los temas que suponen un cuestionamiento problemático del régimen político establecido.
“Soy delincuente pero soy revolucionario”, es una fórmula que casi todos conocemos y de la que podemos dar fe de la efectividad quienes hemos vivido durante años en barrios marginales.
Conocemos del ladrón que dona sangre para los CDR y desfila el Primero de Mayo en la plaza y que por su “actitud revolucionaria” siempre es perdonado o al menos tratado con indulgencia en los tribunales, pero también sabemos de la cara más oscura de la moneda donde pudiera estar, entre decenas de ejemplos, el rostro del periodista independiente Roberto de Jesús Quiñones que ni siquiera pellizcó a un policía pero, aun habiendo cumplido el tercio de la sanción, no queda en libertad.
El mismo sistema se ha encargado con este y otros casos de hacer hincapié en que disentir es mucho más grave que ser un delincuente de barrio.

El joven que asesinó al policía en la estación de Calabazar probablemente actuó siguiendo la lógica que describo. Su largo historial como delincuente está en contradicción con la edad que tiene y la libertad que ostentaba. De modo que, o le fueron perdonados en el pasado reciente los delitos que se dice que cometió —ya porque no es un “problemático” en cuestiones políticas, ya porque alguien cercano intercedió por él— o la ley no se está aplicando tal vez porque hay demasiados jóvenes violentos en la calle que deberían ir a la cárcel por pandilleros, ladrones y bandidos, y es mejor reservar el espacio para los “enemigos de la revolución”. ¿De eso se trata?
La violencia de hoy no se ha ido forjando exclusivamente bajo la influencia de videojuegos y filmes de ficción foráneos sino que ha sido inoculada en dosis letales desde el discurso oficial donde el paradigma de “revolucionario” está vinculado a lo violento. Así abunda en la propaganda ideológica las palabras guerra, combate, sangre, muerte, paredón, fusil, enemigo, fortaleza, invencible, aniquilar, etcétera, más las dualidades fortaleza/debilidad, vencer/morir, valentía/cobardía.
Las armas y los enfrentamientos físicos han estado presentes incluso en libros, revistas y en dibujos animados infantiles que durante décadas buscaron reforzar en niños y niñas la idea de que “la libertad se conquista con el filo del machete”, “al precio que sea necesario” y “hasta la última gota de sangre”.
Las veces que como periodista o vecino he podido conversar con jóvenes de conducta delincuencial he podido notar cómo para “cuidarse”, “protegerse”, evaden lo que ellos llaman “hablar de política” porque, como han reconocido con otras palabras, el sistema les perdona cualquier cosa menos pisar ese terreno.
Portan armas blancas, no trabajan, roban, estafan, consumen y venden drogas, sueñan con irse a vivir al extranjero y hasta enredarse con un “yuma” que los forre en billetes verdes pero pocas veces los escucharás pronunciar una queja que aluda directamente a los “intocables”. Es la conducta que se premia y es en consecuencia el límite que ponen a la “bravuconería” de esquina.